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Una agria victoria

Los dos amigos se llegaron a pelear hasta tal punto, que uno de ellos, el que no era dueño del local, denunció a la policía la existencia del cultivo, mediante denuncia anónima, y la Policía Nacional no tardó en arrasar con todo y procesar a nuestro protagonista.

En la revista del mes de noviembre del año pasado os contamos el caso de dos amigos que habían organizado un cultivo para su propio consumo y el de sus familiares en el almacén de la empresa de uno de ellos. El escondite donde hicieron prosperar un hermoso cultivo era perfecto, un altillo que aislaron con esmero, y al que se accedía por una escalera escondida. Sin embargo, se llegaron a pelear hasta tal punto, que uno de ellos, el que no era dueño del local, denunció a la policía la existencia del cultivo, mediante denuncia anónima, y la Policía Nacional no tardó en arrasar con todo y procesar a nuestro protagonista, al que llamamos Abel. 

Os contamos que lo dejaron en libertad con cargos después de declarar en el juzgado que la marihuana era para él y su familia, todos consumidores de cannabis, y que a Abel lo que más le dolía era la traición de su amigo. Estaba muy enfadado con quien había sido su colega, pero también consigo mismo, por haber dejado que una buena amistad se convirtiera en algo tan triste. 

Después de reflexionarlo, decidió contratar a un abogado privado y no seguir con el de oficio, que no le había dado confianza. Nos vino a ver una vez la instrucción ya estaba cerrada. El Ministerio Fiscal le pedía dos años y dos meses de cárcel, seis mil euros de multa y diez días de responsabilidad penal subsidiaria, por la comisión de un delito contra la salud pública de sustancias que no causan grave daño a la salud, con una cantidad intervenida, en total, de 665 g. 

Enseguida le tranquilizamos: la posibilidad de que pudiera ir a la cárcel era baja. La pena que pedía el fiscal, de dos años y dos meses, estaba muy por encima del mínimo del tipo penal, que va de uno a tres años de prisión. Y las penas de prisión, en caso de no tener antecedentes, se suspenden si no superan los dos años. Por lo tanto, casi seguro que la jueza no le iba a imponer una pena superior a dos años que conllevara su ingreso en prisión. 

Sin embargo, el objetivo era conseguir la absolución. No era fácil, dado que se trataba de un cultivo indoor, detectado a una sola persona y con una cantidad superior a la establecida como relativa al consumo propio. La estrategia a seguir fue la que había marcado el propio Abel en su declaración judicial, cuando dijo que la marihuana estaba destinada a su consumo y el de sus familiares. 

En el escrito de defensa aportamos mucha documentación acreditativa de los medios económicos de Abel, que era autónomo: declaraciones tributarias, certificados bancarios y algunos contratos con proveedores para demostrar que tenía actividad económica suficientemente lucrativa como para descartar cualquier motivación económica en el cultivo. Como testigos, propusimos a su madre, su hermana y su cuñado, quienes, después de entrevistarlos, nos dieron mucha fiabilidad. El juicio fue bronco; la representante del Ministerio Fiscal estaba muy en contra de Abel y de sus testigos, a quienes atosigó con muchas preguntas y repreguntas para hacerlos dudar y declarar de forma errónea. Pero los testigos aguantaron y la vista oral se cerró con la estrategia perfectamente cumplida. Faltaba esperar la sentencia. 

Posteriormente, llegaron dos noticias: la primera, buena; la segunda, mala. La primera, una sentencia que absolvía a Abel y que había asumido íntegramente la tesis de la defensa, conforme efectivamente era un cultivo familiar, donde todos aportaban y todos cosechaban. Sin embargo, a los pocos días, y esta es la mala noticia, el Ministerio Fiscal recurrió la sentencia ante la Audiencia Provincial, interesando la condena del acusado por el delito contra la salud pública. 

La noticia cayó como un jarro de agua fría, pero le volvimos a tranquilizar. El recurso era más una pataleta que una amenaza. El fiscal recurría la sentencia sin cuestionar formalmente los hechos probados, lo cual solo permitía al tribunal analizar si la aplicación del derecho era correcta o no. De este modo, como en los hechos probados de la sentencia se decía que el cultivo era para el consumo propio y no para el consumo ilegal de terceras personas, no era posible una condena por el artículo 368 del Código penal, y la Audiencia confirmó la sentencia absolutoria. 

La historia acabó bien en lo jurídico, pero en lo personal, no tanto. Abel se juró que, la próxima vez que tuviera una bronca con un colega, lo gestionaría de otra manera. Y que, si algún día volvía a cultivar, elegiría mejor la compañía.

Este contenido se publicó originalmente en la Revista Cáñamo #329

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