El programa televisivo Espejo Público emitió el testimonio de un preso que describió la dinámica de consumo y tráfico dentro de las prisiones del Estado. Según relató, las sustancias llegan por diferentes vías, pero apuntó que una de las más habituales es a través de trabajadores penitenciarios que introducen droga en los centros.
Las declaraciones no sorprenden a asociaciones que han denunciado reiteradamente las condiciones precarias del sistema penitenciario. Tanto sindicatos de funcionarios como entidades de apoyo a personas presas coinciden en que la falta de personal, los bajos salarios y la presión laboral generan un caldo de cultivo para la corrupción y la permeabilidad frente al tráfico de sustancias.
España mantiene una de las tasas de encarcelamiento más altas de Europa occidental y, pese a los programas de prevención, los informes del Ministerio del Interior reconocen la persistencia del consumo de drogas dentro de los centros penitenciarios. La situación evidencia un problema estructural: el sistema punitivo, lejos de reducir el acceso a sustancias, reproduce escenarios de vulnerabilidad y uso problemático.
El testimonio televisivo también abre un debate sobre la política de drogas en el ámbito penitenciario. Organizaciones de salud y derechos humanos han señalado que el modelo prohibicionista favorece la corrupción y el mercado negro, en lugar de garantizar programas efectivos de reducción de daños y acceso a tratamientos.
El caso vuelve a poner sobre la mesa una paradoja: incluso bajo el control estricto de la cárcel, las drogas circulan con relativa facilidad. Más que un fallo puntual, el fenómeno muestra los límites de las actuales políticas de drogas y la necesidad de replantear las políticas penitenciarias desde un enfoque de salud pública.